miércoles, 27 de mayo de 2020

Un cómic español en el ocaso del franquismo


Andreu Pujol es un dibujante de historietas que hace episodios bélicos para una revista inglesa; es un tipo organizado, metódico, pulcro y muy cumplidor de su trabajo. Pujol no bebe, no fuma, tiene poco sexo y está dedicado, casi por completo, a su oficio de dibujante, que realiza en una agencia de cómics en Barcelona. Justamente en dicha agencia Pujol trabaja junto con sus coleguillas que, a diferencia de él, son desordenados, perezosos, fiesteros y siempre dejan el trabajo para el final, por eso mismo, en los últimos días del mes trabajan hasta en las noches para recuperar el tiempo que han perdido, por holgazanería, en las tres primeras semanas. Un día Pujol informa a sus colegas que trabajará durante unas noches en la agencia y, ante la sorpresa de todos, que lo creen organizado y meticuloso con el trabajo (nunca se atrasa), nuestro ecuánime dibujante afirma que, dado que es el mes de febrero, y éste tiene menos días, quiere aprovechar un par de noches para no bajar su cuota de una plancha de cómics por día. Pero Pujol, no sabe que sus colegas se la pasan de juerga y esa primera noche, en que se encuentra trabajando, uno de sus compañeros llega a la agencia con tres mujeres y chorros de alcohol. Inmediatamente se sueltan los lápices y empieza la fiesta pero Pujol sigue en su mesa dibujando, aunque no le durará mucho porque una de las chicas no tardará en seducirlo, en principio dándole de beber y después al sofá de la oficina del jefe para beber de otras mieles. Pujol bebe, se echa su polvete y vuelve a donde sus colegas Pablo y Adolfo, a brindar, a seguir celebrando porque según él eran amigos “a los que hasta hoy no había sabido apreciar”.

Al día siguiente, en la agencia, todos creen que Pujol se ha regenerado, que se ha pasado al bando de los que viven y disfrutan de la vida, al bando de ellos al fin y al cabo, pero el asunto parece no cambiar, pues aunque Andreu Pujol llega un poco más tarde que de costumbre, lo hace quejándose y echándole la culpa a sus colegas, por obligarlo a beber, bailar y tener sexo, y, ante la sorpresa de todos se sienta en su mesa con la firme intención de terminar esa plancha de cómics, que ayer en la noche no pudo concluir y que le hizo dañar su record personal. Son gajes del oficio se dirán, quizás, Adolfo y Pablo mientras se miran el uno al otro en la viñeta final de esta corta historia entre colegas de una agencia de cómics.
De historias similares está plagado Los Profesionales, un cómic del español Carlos Giménez, que nos sitúa en una agencia de historietas en Barcelona, justo en las postrimerías del franquismo. Pero esta obra de Giménez, aunque enmarcada en los años de la dictadura española, no es para nada adusta, todo lo contrario, pues Los Profesionales es una novela gráfica (si es que se le puede llamar así a la recopilación de historietas cortas en cinco volúmenes) cargada de humor, de muchas chanzas, con un alto contenido nostálgico y también como una fotografía completa de aquellos tiempos.

En la agencia de historietas –propiedad de Josef Toutain, editor español– trabajan una gran cantidad de dibujantes encargados de hacer cómics convencionales para publicaciones europeas. Se trata de un trabajo en serie, de obras del cómic mainstream, obras del montón: historietas de vaqueros, ciencia ficción, bélicos, de romance, etc, que quizás no tienen ningún valor artístico, es un trabajo como cualquier otro. Lo que si no es como otras cosas es el ambiente de la misma agencia, en donde nadie parece trabajar –bueno, con excepción de Andreu Pujol–, todos están dispuestos a jugarse bromas entre sí, a jugárselas incluso al jefe, a fumar, a tomar Coca Cola, a hablar de mujeres y a juerguear y beber en la agencia por las noches.
Casi todos los días del mes son así, salvo la última semana cuando todo el mundo se pone manos a la obra para poder entregar los encargos. En ese momento las buenas intenciones que algunos aún tenían de hacer un buen cómic se van al traste porque en medio del afán se copian, se calcan o se hacen los dibujos chapuceros para poder cumplir con la entrega. Así que Los Profesionales no es una obra sobre el oficio de hacer cómics, sino sobre la forma en que se puede ganar dinero sin trabajar y además pasarla de lo lindo entre amigotes, cigarrillos, trago y conversación. La obra de Giménez va a llevar todas esas situaciones hasta el humor, cada personaje tiene su propia forma de ser, acompañada, como es usual en este tipo de narraciones, de una larga colección de manías y tics que son el motor de las historias contadas en Los Profesionales. Esta es –ya lo habrá intuido el lector– una obra autobiográfica. Carlos Giménez se retrata a sí mismo y a sus colegas en esos años azarosos cuando comenzaba a ejercer su profesión de dibujante de historietas. Aunque con nombres ficticios en la obra se pueden también distinguir, gracias al mismo dibujo de Giménez y a sus declaraciones sobre Los Profesionales, algunos de sus compañeros en la agencia. Giménez, antes de narrar estas historias, buscó, como nos cuenta a continuación, a sus antiguos colegas para refrescar la memoria:

Antes de empezar a escribir los guiones de Los Profesionales, preparé en mi estudio de Premiá de Mar una mesa con una botella de whisky, vasos y un magnetofón e invité a sentarse alrededor de ella a un grupo de colegas amigos.
Acudieron Adolfo Usero, José González, José María Bea, Luis García, Víctor Ramos y Alfonso Font. Les pedí que recordaran en voz alta cómo eran y éramos los personajes que, allá por los años sesenta, llenábamos las editoriales y agencias de dibujantes de Barcelona. Durante cerca de tres horas estuvimos grabando en el magnetofón anécdotas de la profesión, situaciones propias y ajenas de toda aquella lejana y extraña época. Recuerdo que terminamos con las mandíbulas desencajadas de tanto reír. Todos aquellos datos que quedaron en la cinta magnetofónica fueron una ayuda impagable a la hora de escribir los guiones de Los Profesionales.
Pero Los Profesionales no es sólo una recopilación de anécdotas del mundillo de los cómics. Lo que hace también interesante esta obra de Giménez, y casi todas sus obras, es que logra situarla en un contexto claro, en un momento preciso, en donde el autor no tiene la necesidad de contar las cosas más que con dibujos para hacernos saber qué se siente, qué se respira, qué hay en la atmósfera en ese momento. En muchas ocasiones Pablo, su alter ego en Los Profesionales, camina por la Rambla y sin hablar mira. Lo mira todo: unos falangistas van Rambla abajo, unos curas que pasan a su lado, una monja lo observa de manera desdeñosa, unas chicas en plena euforia sesentera le coquetean al pasar, una señora camina con los paquetes de compras seguida por un niño que debe ser su hijo, un grupo de ancianos jubilados que huelen a republicanos derrotados, un guardia civil mira a todos con desconfianza y un par de hippies juegan a la Norteamérica en el país de Franco y la Iglesia Católica. Toda España está en Los Profesionales, con un fondo del humor que nos hace llegar a la carcajada, de las ocurrencias en una agencia de vagos. También se nota en la persona de Pablo, esa profunda desazón, esas ganas de comerse el mundo y no poder hacerlo, esa necesidad de liberarse de un yugo que parece no existir, ese constreñimiento de la España en el ocaso del franquismo.

Álvaro Vélez (truchafrita).
Originalmente en la Revista Universidad de Antioquia (2008).

jueves, 21 de mayo de 2020

Trabajando en pijama


Paco Roca ha logrado el sueño de su vida, ha conseguido trabajar dibujando historietas en casa. Así que ya no tendrá que sufrir más con los trancones del tráfico, las salidas apresuradas hacia la oficina, las incomodidades de trasladarse de su casa a su sitio de trabajo y, lo que es mejor, podrá trabajar en pijama.

Memorias de un hombre en Pijama (Astiberri Ediciones, 2011), de Paco Roca, es una recopilación de historietas publicadas en el diario español Las Provincias. Se trata de una serie de relatos autobiográficos en donde su autor nos sitúa en lo que podríamos llamar las aventuras de un cuarentón de la segunda década del siglo, en una España sumergida en recesión económica y con la particularidad de que ese protagonista trabaja todo el día en casa, en pijama, dibujando historietas.


Esta serie de historietas centran su atención, principalmente, en reflexiones acerca de la vida en pareja, el propio autor que vive con su novia, los amigos casados y con hijos o los que prefieren permanecer solteros y en vibrante actividad de cortejo, cada noche de bar. Pero Roca también examina su vida desde la perspectiva misma de su trabajo, de sus cuarenta y tantos años y su particular visión del mundo, de la comodidad que le permite el trabajar todo el día en casa, de sus viajes de gira por España y por algunos países de Europa, además de reflexiones sobre la vida cotidiana, de las situaciones que le suceden a un hombre típico de su edad.
De las cenas y charlas con amigos, con antiguos compañeros de colegio o con las amigas de su novia, surgen reflexiones y situaciones que Roca dibuja en sus cómics.  Memorias de un hombre en pijama es entonces un sencillo recorrido por la vida reciente de su autor, lo interesante de la obra es cómo logra hacer atractivos unos acontecimientos que, en general, parecen anodinos, sin importancia.

Paco Roca es un autor que se ha dado a conocer en los últimos años dentro del panorama del cómic español. Una de sus primeras y sonadas obras fue El juego lúgubre (Ediciones La Cúpula, 2001), una historia sórdida en donde Salvador Dalí y sus manías tienen un papel protagónico. Pero el reconocimiento le llegaría con Arrugas (Astiberri Ediciones, 2008), un cómic donde el autor indaga sobre la vejez y, en particular, sobre el mal de Alzheimer y que le mereció, en 2008, el Premio Nacional del Cómic, en España, además fue llevado al cine y gracias a eso Roca recibió, este año (2015), el premio Goya al mejor guión. Dos años después editaría una historieta que recoge una anécdota de la década de los cincuenta en España: la creación y rápida caída del proyecto personal de varios dibujantes independientes, la revista Tío Vivo[1], historia de un fracaso que está consignada en El invierno del dibujante (Astiberri Ediciones, 2010).

Con Memorias de un hombre en pijama Paco Roca se muestra menos ambicioso que en Arrugas o en El invierno del dibujante; sin embargo, parece también más cercano al lector, más sencillo quizás, gracias a que se trata de una autobiografía y a que lo que estamos leyendo es parte de su vida cotidiana. El dibujo de Roca en Memorias de un hombre en pijama muestra la misma calidez, cercanía y maestría de siempre, a medio camino entre el retrato realista y la caricatura, sus trazos recuerdan, en algunos pasajes, a los autores norteamericanos Beto y Jaime Hernández (Love and Rockets). Una paleta de colores que aprovecha mucho los tonos tierras y cálidos con algunos pocos colores fríos completan el trabajo de gran calidad.
La serie de Memorias de un hombre en pijama, para el diario Las Provincias, termina abruptamente después de unos años de publicación; es el mismo autor quien decide terminarla –“por un rato”, según él mismo– aduciendo falta de inspiración, agotamiento de los temas y buscando un poco de espacio, pues siente que todo el tiempo está trabajando. Aunque es cierto que todo el tiempo trabaja, él mismo parece justificarse al afirmar que lo que hace es lo que le gusta y que, además, puede hacerlo sin necesidad de vestirse más que con una prenda de su colección de pijamas. Esta es una obra con grandes cualidades: franca, natural y cercana, a pesar de poder ser considerada como “menor”.



[1] En 1957, un grupo de dibujantes de Bruguera llamados los cinco grandes: Josep Escobar, Conti, Cifré, Peñarroya y Eugenio Giner, deciden abandonar la editorial catalana y fundar su propia revista: Tío Vivo. La aventura dura dos años y los dibujantes tienen que volver a Bruguera. Años después la editorial publicaría su propia versión de la revista Tío Vivo.

Álvaro Vélez (truchafrita).
Originalmente en la Revista Universidad de Antioquia (2015).


lunes, 18 de mayo de 2020

El meticuloso Chris Ware


“Mis cómics se leen en veinte minutos, pero me cuesta cinco años fabricarlos”. Con esta frase Adrian Tomine, dibujante de cómics norteamericano, resume la dificultad que conlleva la creación de historietas. Crear una historia en cómic es un trabajo que requiere de tiempo y paciencia, además del talento y pericia del autor. Se trata de dibujar cuadro por cuadro, una escena completa, que tan sólo será una parte de toda la narración. Cada viñeta, cada cuadro, de una buena historieta es ya, de por sí, una unidad dotada de significado y, al mismo tiempo, toda una escena, un ambiente, la descripción de un instante de tiempo que narra el cómic en cuestión. Muchos dibujantes de cómics hacen especial énfasis en el dibujo, en la destreza con el lápiz y el papel. De esos dibujantes sobresalen algunos por su enorme talento a la hora de crear, con líneas y curvas, a partir de la nada. Uno de esos grandes creadores de historietas es Chris Ware (EEUU, 1967).

 

Franklin Christenson Ware siempre ha sorprendido por la pasmosa meticulosidad a la hora de dibujar sus maravillosos cómics. Desde la impresionante serie The Acme Novelty Library (editados por Fantagraphics Books), que cuenta ya con 19 entregas, hasta su novela gráfica Jimmy Corrigan, The Smartest Kid on Earth (publicado en español por Planeta de Agostini). Con un dibujo impecable, en donde sobresalen los decorados interiores y la arquitectura de finales del siglo XIX, como en el caso de la Feria Mundial de Chicago, celebrada en 1893; algo del art Nouveau y de la arquitectura del art Deco; hasta el llamado estilo internacional, a partir de la segunda mitad del siglo XX. Chris Ware hace de sus cómics todo un despliegue de pericia cuando dibuja escenarios amplios, planos generales de un parque, un pueblo o una ciudad.

Pero no contento con detallar al dedillo escenarios y arquitecturas Ware centra su atención también en la rotulación. En un mundo cada vez más dominado por los procesos digitales, en donde es posible para muchos creadores, ahorrar algo de tiempo acogiéndose a algunas ayudas de su computador personal, Ware niega el avance y hace uso, una vez más de sus reglas y su lápiz pues no sólo escribe a mano los textos de los globos de cada cómic suyo (como antaño, o como aún en estos tiempos se puede ver en muchos autores), sino que también dibuja los títulos y presentaciones de cada obra, con bellas fuentes ornamentadas, otra vez inspirado en el estilo Nouveau y Deco.


En la serie de televisión titulada “Comix”, del canal de televisión francés Arte, Chris Ware es entrevistado desde su casa en Oak Park (Illinois, EEUU), donde tiene también su estudio. En su casa el autor muestra parte de su trabajo, en originales de medio pliego de papel (planchas de un tamaño descomunal, unos 70 x 50 cms aproximadamente), un tamaño que le permite trabajar muy meticulosamente en los detalles de algunas de sus viñetas. Mientras rotula en tinta Ware explica a los televidentes que todo lo hace a mano, toda su obra prescinde del proceso digital (a excepción, claro está, de la coloración, a la hora de imprimir en el proceso editorial).


A propósito del proceso editorial, ese es otro aspecto que sorprende de las obras de Chis Ware. Las publicaciones de este autor son de una calidad pasmosa. Son obras bellamente editadas, algunas con lomos en tela, con cubiertas duras o imitando el cuero, los decorados de sus carátulas sorprenden por los estilizados diseños, a veces con tintas plateadas o doradas. En las obras de Chris Ware se encuentra también ese cuidado en crear un libro que además de contener una bella obra sea en sí mismo, como objeto, una obra de arte.

Todas esas cualidades estéticas serían suficientes para situar a Chris Ware como uno de los autores de cómic más relevantes de la actualidad. Sin embargo, el increíble talento de este dibujante no para ahí pues Ware además de estar muy pendiente en las bellas imágenes que crea también está muy atento en la forma en que narra las historias en sus cómics. Ware es un revolucionario a la hora de narrar: en la serie The Acme Novelty Library usa una enorme cantidad de recursos narrativos, que son innovadores, como el uso de múltiples cámaras, de esa forma podemos ver un situación repetida desde varios puntos de vista; la deconstrucción de un instante en una serie de pequeñas viñetas, eso es lo que se llama montaje analítico (creado por el italiano Guido Crepax, por allá en la década de los setenta), un segundo descomprimido en toda una página gracias a una serie de pequeñas viñetas crea sensaciones de tensión o de calma dependiendo de la intención de autor; exagerados acercamientos a objetos, con un zoom vertiginoso; cortes abruptos de la narración (como en el caso de  Jimmy Corrigan, The Smartest Kid on Earth) para pasar a un supuesto cambio de tercio: invitación a los lectores a construir un kinetoscopio, un robot de papel o una maqueta de la casa donde vivía en abuelo de Jimmy Corrigan, un cambio que no supone tal, que lo que logra es precisamente reforzar lo que se está contando; o la ya clásicas escenas de una apartamento o una casa, dibujadas por Ware, con un corte transversal en donde podemos ver el interior de la construcción con sus habitantes y como éstos interactúan con el espacio interior y con los objetos que allí se encuentran.


Esos recursos narrativos Ware los incorpora a la narración con una estética impecable, pero todo al servicio de lo que esta narrando. Algunas de sus historias tienen un alto contenido autobiográfico, pero sea que esté contando a partir de experiencias propias o no, las historias de Ware siempre tiene un pie en el presente y otro en el pasado, además poseen un alto grado de intimidad y de melancolía, una especie de apatía por el mundo, por un tiempo que quizás el autor note se decanta en la mediocridad o en el vacío. Quizás esa apatía surja de esa mediocridad que siente en el mundo, y quizás también la meticulosidad de Ware tenga su motor en ese asunto: acabar un poco con la pequeñez de este mundo rompiéndose la espalda para crear una hermosa obra en todos sus aspectos.

Álvaro Vélez (Truchafrita).
Originalmente en la Revista Universidad de Antioquia (2009).

martes, 12 de mayo de 2020

El Víbora, crónica de una muerte anunciada


Makoki, Makoki, Makoki es cojonudo, el enemigo público número uno… Así cantaba la banda Paraíso por allá en los ochenta en España, a propósito de la historieta “Makoki” que publicaban Gallardo y Mediavilla en la revista El Víbora y que luego pasó a tener su propio fanzine. Paraíso fue una disidencia de la banda punk Kaka de Luxe, en donde tocaba la guitarra Alaska –quien luego conformaría Alaska y los Pegamoides, Alaska y Dinarama y finalmente Fangoria–. Alaska actuó en la primera película de Pedro Almodóvar Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980). Almodóvar, antes de ser el director que ahora recibe estatuillas de Oscar, jugueteó con el travestismo en puestas musicales junto al cantante McNamara y también figuró en una retorcida fotonovela para una de las primeras ediciones de El Víbora. Almodóvar también se valió de Ceesepe, andrógino ilustrador e historietista, para elaborar los afiches de sus primeras películas. Ceesepe además publicó parte de sus ilustraciones y cómics en El Víbora.


Una simple cadena de relaciones como esta nos da una idea de lo que se llamó la movida madrileña, en la España de los años ochenta. Y este elemental ejercicio es traído a colación a propósito del fin de la revista de cómics El Víbora, una de las muchas publicaciones que surgieron en la época del llamado boom del comic español (1975-1984) y la única que, hasta el año 2004, permaneció como el último estandarte de los cómics de la transición.
El cómic para adultos surgió en España a partir del fin de la era franquista. El destape político, social y sexual no sólo se vivió en la literatura, el cine, la música y la televisión ibérica sino que también cobró vida en una serie de publicaciones como Star, Comix Internacional, Cimoc, 1984, Tótem, Rambla, Cairo y El Víbora, entre otras. La mayoría de estas revistas tuvieron una vida más o menos efímera siendo El Víbora la de más larga trayectoria.


El Víbora nació en 1979, en plena eclosión del comic para adultos en España. Joseph Toutain dio sostén económico a Josep Maria Berenguer para crear una revista al margen de la editorial Toutain –que ya editaba 1984, una revista de comics con énfasis en ciencia ficción–. El Víbora comenzó y se mantuvo como una alternativa underground, buscando nuevos caminos dentro del cómic y manifestando principios claros de independencia frente al ambiente político y social del momento, como lo declararon sus creadores en la editorial del primer número: No tenemos ideologías, no tenemos moral, no tenemos más que ganas de dibujar un tebeo para ti. Rápidamente la revista ganó un puesto en el competido mercado de la historieta española y se afianzó como una propuesta diferente en oposición a otras publicaciones con contenidos estéticos más elaborados –o por lo menos más concretos–. Impuso la llamada línea chunga en contraposición a la línea clara de la revista Cairo, herederos y seguidores de “Tintin”, del belga Hergé.
La línea chunga no sólo se refería a un tópico estético sino también de contenido: el sexo, las drogas, la inestabilidad social… En definitiva, temas antes vedados y censurados por el franquismo que en las páginas de El Víbora cobraron vida de la mano de autores como Max, con personajes como “Gustavo” o el rebelde “Peter Pank”; Nazario, con su inconfundible transexual “Anarcoma”, en medio de truculencias detectivescas y orgías homosexuales; los ya citados Gallardo y Mediavilla con “Makoki”, el tebeo underground por antonomasia; Martí con sus historietas de “Taxista”, en clave de serie negra o Pamies con su detective “Roberto el Carca” quien, entre sus muchas aventuras, resuelve conflictos en Bolimbia, un país entre Bolivia y Colombia. También colaboraban autores extranjeros como Robert Crumb, Gilbert Shelton y Spain, de la cantera del underground sesentero norteamericano; Tatsumi, con su manga melancólico; Charles Burns y sus asombrosas historietas influenciadas por la estética de terror de los años cincuenta; Tanino Liberatore y su androide “Ranxerox” o incluso los sesudos e intelectuales Muñoz y Sampayo, creadores de esa gran historieta “Alack Sinner”.


Como es lógico, una publicación no puede mantener una personalidad tan arrolladora durante mucho tiempo y lo que en los ochenta era avasallador, en los noventa se fue degenerando hasta que El Víbora se convirtió en una revista más. De cuarenta mil ejemplares, vendidos mensualmente en los ochenta, se pasó a seis mil en estos últimos años y la publicación se hizo insostenible. En marzo de 2004 El Víbora anunció, en sus páginas, su propia muerte y como un último llamado a sus dolientes alentó a periodistas, editores, autores y lectores a salvar la publicación. Sin embargo, en diciembre del 2004 El Víbora finalmente murió, desapareció aquella fabulosa revista que mantuvo, como rezaba su eslogan, durante veinticinco años de historia y 300 número editados, un comix para supervivientes.

Álvaro Vélez (Truchafrita).
Originalmente en la Revista Universidad de Antioquia (2006).