miércoles, 27 de enero de 2021

Persépolis o el Irán que nos cuentan, el que se vive y el que se sufre

Cuando se tiene miedo, se pierde la capacidad de análisis y de reflexión, nuestro pavor nos paraliza. Por eso el miedo siempre ha sido el motor de represión en todas las dictaduras.

Marjane Satrapi, Persépolis.

 

Una niña de diez años es testigo del cambio de gobierno del Sha de Irán a la revolución islamista, ocurrida en 1979. Marjane Satrapi, como la mayoría de sus compatriotas iraníes presenciará los vertiginosos cambios sociales, políticos y religiosos que se sucederán después de la venida del Ayatolá Jomeini y ella, como niña y mujer, experimentará en carne propia las imposiciones de un régimen que coarta sus libertades individuales, empezando por el maghnaeh o cogulla, el hábito religioso que es impuesto a las mujeres desde la revolución islamista.

Marjane Satrapi pertenece a una familia de clase alta de Teherán, sus padres hacen que la niña se cultive en un hogar progresista, con un ambiente de libertad, la misma que será arma de doble filo para enfrentar el fundamentalismo del gobierno de los mullah. Sus progenitores, intelectuales y librepensadores, pertenecen al grupo de intelectuales y políticos que pierden la oportunidad de gobernar Irán una vez que el Sha abandona el país, desde entonces el Islam gobernará, y Marjane, desde sus diez años, comenzará un largo periplo de 15 años, entre la subyugación, la guerra, el exilio y la resistencia en una nación tan antigua como paradójica.

Esa es la historia de Persépolis, novela gráfica, en clave de autobiografía, escrita y dibujada por Marjane Satrapi. Cuatro libros, en su edición española, recopilan cuatro periodos de la vida de su autora: el primer tomo va desde la revolución islamista en 1979 hasta 1980; el segundo habla sobre la guerra entre Irán e Irak, de 1980 a 1984; el tercero trata sobre el exilio de Marjane en Austria, entre 1984, y 1989 y el cuatro tomo habla sobre su regreso a Irán y sus estudios universitarios, en artes gráficas, en Teherán. Toda la obra está enmarcada en la discriminación de género y la indomable rebeldía de su autora frente a la imposición de las autoridades del nuevo régimen islámico. Persépolis es la historia de una niña que va creciendo, desde los diez años de edad hasta su primera adultez, en medio de las convulsiones de una nación que se derrumba año tras año por motivos absurdos: la imposición del fundamentalismo religioso, el aislamiento de occidente, el encierro obligado impuesto a sus habitantes en su mismo territorio, una guerra manipulada con un vecino país y las consecuencias sociales, políticas y religiosas de aquel conflicto: “morir como mártir es inyectar sangre en las venas de la sociedad”, una frase que Marjane, niña y adolescente, ve por todas partes en Teherán; una frase que no comparte mientras se pliega a los ídolos de occidente, quizás tan falsos y vacíos como los mismos fundamentos que defienden los mullah: Iron Maiden, Michael Jackson, sus zapatillas Nike.

En Persépolis no sobran las anécdotas y relatos que en occidente resultan ajenos: los cassettes de Julio Iglesias, Pink Floyd y Abba se venden en el mercado negro, cual droga o herejía importada de occidente que, para una adolescente como Marjane, suena a resistencia civil contra el régimen; luego vendrán otros tópicos propios de dicha rebeldía como usar una chaqueta tejana, maquillarse, dejar ver las muñecas de las manos, reír a viva voz o escuchar música en un walkman. Pero su exilio a Austria no será mejor. A los catorce años Marjane viaja a Europa y allí sentirá en carne propia, durante cuatro años, la ignorancia de los que viven en un estado de bienestar, la discriminación racial y el terrible abandono emocional que supone el exilio. Como una inadaptada termina su periplo por Austria en la inopia y el abandono. En una corta visita de la madre de Marjane a Viena, para estar con su hija, ésta resume en una conversación el rápido cambio que las convulsiones políticas y sociales de Irán han creado en el mundo occidental: “Me acuerdo cuando viajábamos por Europa, bastaba con enseñar el pasaporte Iraní para que pusieran la alfombra roja. Entonces éramos ricos. Ahora, cuando saben nuestra nacionalidad, nos registran en todos lados, como si fuéramos terroristas. Nos tratan como a apestados”.

En su retorno a Irán, Marjane se encuentra con un país en plena reconstrucción después de la guerra contra Irak: de 500.000 a un millón de muertos y miles de cientos de heridos, mutilados, con serios problemas físicos por la exposición a los ataques químicos y con problemas emocionales por el desastroso resultado del mismo conflicto armado. Pero la vida continúa, la niña de catorce años que abandonó Irán ahora regresa de dieciocho y su espíritu libre y rebelde, tan propio de todo joven de esa edad, choca nuevamente con el régimen: redadas de las autoridades en bailes y fiestas clandestinas, su intención de estudiar en una universidad regida por las normas e imposiciones del fundamentalismo islámico, su primer amor en Irán y la consideración de casarse en medio de un ambiente hostil para desarrollar una relación amorosa, sincera y libre de represiones: “Sin habernos casado, no podíamos besarnos en público, ni siquiera tocarnos fraternalmente para expresar nuestra alegría extrema. Corríamos el riesgo de que nos encarcelaran y nos dieran latigazos. Así que subimos rápidamente al coche y él puso su mano sobre la mía. Fue extraordinario”.

La novela gráfica termina justo antes del segundo y definitivo exilio de Marjane, hacia territorio francés, en donde años después (2000) publicará la primera parte de Persépolis, una novela gráfica o un cómic de largo aliento en donde los dibujos simples de su autora contrastan con la entretejida trama de la historia que cuenta. Es más que seguro que por esa misma cualidad, por esa historia que cuenta esa secuencia de inocentes dibujos, en el año 2002 Persépolis ganó el gran premio de novela gráfica en uno de los festivales de historietas más importantes del mundo: Angoulême. Dicho premio catapultó su novela gráfica a nivel mundial y así, una vez más, como ya lo había hecho Art Spiegelman con su novela gráfica MAUS, sobre una historia inmersa en el holocausto judío; como ya lo hiciera también Joe Sacco, en sendas historietas en tono de reportaje periodístico en Palestina y la extinta Yugoslavia; Harvey Pekar con su American Esplendor, novela gráfica acerca de su propia vida, inmerso en las cotidianidades de su mundo norteamericano, y Daniel B, con El ascenso del gran mal, una novela gráfica sobre la vida de su hermano atormentado por la epilepsia, Marjane demostró que el cómic es, hoy por hoy, un medio tan eficaz y certero para contar historias como las otras y ya tradicionales manifestaciones artísticas.

Álvato Vélez (truchafrita).
Originalmente en la Revista Universidad de Antioquia (2007).

domingo, 24 de enero de 2021

Obregón y sus invasores

La historia del cómic en Colombia es más bien breve. Son contadas las obras que en nuestro país han logrado publicación y que lo hacen, por lo general, en periódicos y diarios. Desde esa olvidada tira cómica de “Mojicón” (1924), publicada por el diario gráfico de la tarde Mundo al Día y dibujada por Daniel Samper –a quién no hay que confundir con el periodista que aún vive y está coleando-, saltando hasta 1962 cuando hace su aparición “Copetín”, la historieta que Ernesto Franco publicó en el periódico El Tiempo y posteriormente 1970, cuando surgen “Calarcá”, de Carlos Garzón, para El Tiempo, “La Gaitana”, de Serafín Díaz, para el diario El Espectador o “Ibana”, con guiones de M. Puerta y dibujos de McCormick, para el periódico El Pueblo de Cali. Esa corta historia del cómic nacional, que se completa con unos intentos no mucho más afortunados y de carácter más independiente, en las últimas tres décadas, cuenta también con pequeñas piezas que, si bien no logran suplir la enorme ausencia de un cómic nacional, por lo menos reconfortan el espíritu por su significativa, aunque efímera, vida dentro de la narración dibujada en nuestro país. Una de esas piezas es “Los Invasores”, una tira cómica dibujada por Elkin Obregón y que en su primera etapa (1975-1977) sería publicada, de lunes a sábado, por el periódico El Colombiano para luego (1981) aparecer en formato de sunday, a medio tabloide y a color, en el diario El Mundo.

En casos como este siempre será mejor conocer los detalles de la creación por la vía más directa y, teniendo en cuenta que Elkin Obregón vive en Medellín y que me es posible conocer de boca de él mismo la historia de su historieta, lo visito en su casa que se encuentra ubicada en el barrio Prado Centro, lindando precisamente con el centro de Medellín casi a la altura del viejo seminario y curia, ahora centro comercial, de Villanueva. Es un viernes y es la última hora de la mañana; Elkin Obregón me atiende en su casa, en un estudio colmado de libros, de recuerdos de ayer, de hoy y, quizás, de siempre. En una mesita Elkin acomoda todo lo que un hombre como él necesita (imagino yo): cigarrillos, café y, a una distancia considerable, sus libros, su teléfono y un televisor. Quizás es por eso, por tener ya todo a la mano, por estar tranquilo, que a Elkin se le nota esa serenidad en el habla, en los gestos, en la forma de fumar un cigarrillo o de tomarse un café, una tranquilidad que hace juego con su barba blanca y su delgada figura.

De “Los Invasores” Elkin me cuenta que, en realidad, no recuerda como surgió la idea de hacer una tira cómica inspirada en personajes de la conquista española, con los indígenas como protagonistas de un drama que Obregón convierte en una serie de ocurrencias humorísticas, casi siempre comandadas por sus personajes indígenas Tupac, Nene o Nasú. Al ver la recopilación de historietas (1992) publicada por la Editorial de la Universidad de Antioquia, me doy cuenta que “Los Invasores” tienen una cierta conexión con la estética y la narrativa de autores como Quino o Schultz (creador de Charlie Brown), esa suerte de inocencia en el dibujo, de una línea clara en el trazo y, al mismo tiempo, un contenido que va más allá de las simples tres viñetas dibujadas que, pasadas por un humor en ocasiones muy fino, dan esa deliciosa sensación de leer algo sutil pero que intuimos mucho más complejo. Obregón me cuenta que su gusto por los cómics está, sobre todo, en los clásicos, las historietas norteamericanas de la edad de oro: El Fantasma, Flash Gordon, Tarzán, sus gustos pasan por algo del cómic franco-belga como Tin Tin y Asterix e historietas un poco posteriores como las del francés Jean Giraud “Moebius” y, aunque confiesa que le ha perdido un poco la pista a la historieta de las últimas décadas, todavía tiene presentes a algunos autores latinoamericanos, especialmente de Argentina.

“Quienes hemos hecho cómic en Colombia lo hemos hecho por gomosos, por darnos el gusto”, me confiesa Obregón cuando me habla de las dificultades para competir contra los sindicatos norteamericanos, que exportan un amplio surtido de tiras cómicas a precios con lo que es imposible que un dibujante colombiano compita. Porque requieren mucho trabajo y porque son muy mal pagadas las tiras cómicas, hechas en Colombia, son pocas las que logran ser publicadas en los diarios del país. Los autores finalmente terminan cansándose o se rinden ante la repetición y la mediocridad. Sin embargo, se puede decir que Obregón conservó una calidad constante durante sus cerca de 600 tiras publicadas entre los diarios El Colombiano y El Mundo, un logro ya bastante significativo en un medio como el nuestro en donde la aridez en términos de narración dibujada es pasmosa.

Acerca del panorama del cómic colombiano actual, indago un poco con Elkin acerca del porqué, y a diferencia de otros países de América Latina, la historieta no a tenido aquí una historia un poco más abundante, Elkin no tiene la respuesta exacta pero atina a decirme que quizás los periódicos ya no son el camino para la publicación, que la salida del cómic puede ir de la mano de pequeñas editoriales o de la misma auto publicación. Le pregunto a Elkin si le gustaría volver a dibujar cómics a lo que él me responde que sí, porque es su gran pasión, que desde hace rato ha querido volver a tomar los lápices pero que el laborioso trabajo de hacer historietas es lo que frena un poco esa intención. El autor de “Los Invasores”, muy probablemente seguirá rodeado de sus libros, de su acogedor estudio y de su trabajo como traductor de portugués que, al parecer le apasiona mucho también, como así lo entendí yo cuando él mismo me dijo: “ahora estoy traduciendo unos cuentos bellísimos”. 

Álvato Vélez (truchafrita).
Originalmente en la Revista Universidad de Antioquia (2007).