lunes, 31 de agosto de 2020

Un tal Hemingway en cómic

James Joyce, Scott Fitzgerald, Ezra Pound, Ernest Hemingway son autores de cómic que viven en la ciudad de París, en la década de 1920. Así que olvídese de que son escritores porque en la obra de Jason son dibujantes, y al mismo tiempo, personajes de historieta.

En un aparte del cómic de Jason, Zelda discute con su marido Scott Fitzgerald: “No sabéis hablar de otra cosa que no sean los cómics. Es lo único de lo que habláis. ¿No podemos hablar de otra cosa?”. Y es verdad lo que dice, porque parece que es justamente de eso de lo que viven estos conocidos personajes quienes, gracias al encanto de este singular cómic de Jason, se encargan en toda la historieta de debatir sobre como lograr encaminar su creación para poder ser aceptados por el gran público y, así, conseguir ganarse la vida dibujando historietas.

Escritores que no son tales, sino autores de historietas –en un mundo paralelo en la ciudad de París, de la década de los veinte–, intrigas emocionales y, más allá, discusiones frente a la creación misma en cómic; esto es lo que Jason (John Arne Saeteroy) hace en su novela gráfica Hemingway (en español está editada bajo el titulo de No me dejes nunca, Astiberri Ediciones, Bilbao, 2008). 

Hemingway se trata entonces de un juego en que el autor toma personajes famosos de la vida real y los traslada a un mundo alterno en donde la historieta es una manifestación con cierta significación, no mucha porque de todas maneras Joyce, Pound, Hemingway y Fitzgerald viven en constante zozobra económica. Es precisamente esa precariedad financiera lo que hace que la novela gráfica tome un giro abrupto después de unas páginas de inicio, en las que el autor nos ha presentado a los personajes y nos ha mostrado las circunstancias que, finalmente, llevaran a nuestros famosos personajes a una situación extrema.

Jason es un dibujante noruego con una obra relativamente reciente, sus historietas son como una suerte de dulce envenenado, en principio se presentan al lector como algo inofensivo, inocuo y hasta trivial, pero cuando los ojos están fijos en la narración Jason aprovecha el momento para sus trucos más característicos: absurdos, al mejor estilo dada; giros extremos en la narración; claras referencias, y algunas más soterradas, hacia otras artes, en especial a la literatura y el cine; homenajes a dibujantes u obras en cómic y, sobre todo, unos guiones construidos con un ingenio que deleita al lector.

Lo más interesante es que a pesar de que muchas de sus historias tiene un giro radical después de una cuantas páginas (como en el caso de Hemingway) o de que todo el cómic en conjunto sea absurdo o extraño, buena parte de la magia de Jason es que hace como si los acontecimientos más extraños resultaran de lo más normal: una persecución de zombies en su novela gráfica The Living and the Dead (Fantagraphics Books, 2006); o el inmortal mosquetero Athos quien viaja desde París hacía otro planeta para protagonizar una aventura, en algo que podríamos llamar futuro arcaico, todo esto y mucho más sucede en The Last Musketeer (en español editado como El Último Mosquetero, Astiberri Ediciones, Bilbao, 2008); un accidente de un niño desencadena todo un drama, incluyendo fantasías en la infancia  y pesadillas emocionales de adulto, en su compañero de juegos en Hey, Wait… (Fantagriphics Books, 2001).

 

En algunas ocasiones, como en el caso de The Living and the Dead, Jason sólo utiliza los dibujos, sin globos de textos, para hacer la narración, lo que lo convierte también en un hábil autor de cómics silentes. Pero sean mudas o no sus historietas tienen una estética muy similar. La fisionomía de sus personajes es de animales antropomorfos, aunque no es posible distinguir de qué tipo de animales se trata (se semejan a los perros, pero nunca se está seguro de ello). Esos mismos personajes, en el dibujo de Jason, no parecen conmocionarse demasiado ante algunas extrañas circunstancias como si los absurdos fueran pan de cada día; el montaje de sus cómics es bastante sencillo en lo formal, quizás por eso parezca que sus historietas son muy planas lo que acentúa aún más los absurdos y los giros radicales en sus guiones.

Joyce, Fitzgerald, Pound, Hemingway deciden asaltar un banco, para por fin salir de sus aprietos económicos, lo que hará Jason en la historieta será contar lo que sucede en ese asalto a partir de la visión de cada uno de los personajes, esa suma de subjetividades nos revelará los detalles del operativo que, finalmente, explicarán todo el hecho en su conjunto al termino de la novela. Una vez resueltos los misteriosos detalles del robo Jason logra dejarnos donde empezamos: un grupo de dibujantes de historietas buscándose la vida, luchando para pagar sus cuentas y tratando de robarle minutos a su agobiada vida para sentir un poco de afecto de la persona amada.

Álvaro Vélez (truchafrita).
Originalmente en la Revista Universidad de Antioquia (2008).

jueves, 13 de agosto de 2020

Un cómic para mascar

Leer historietas es un placer que viene de la infancia. Cuando eran niños, algunos de los más adultos, tuvieron que evadir la mirada inquisidora de padres y profesores, leer sus cómics al escondido, por desaprovechar su tiempo en lecturas poco edificantes y hasta vulgares; otros más afortunados, y con una infancia más cercana, crecimos con los cómics ya sin la celosa custodia de progenitores y educadores que, en cierta medida, fueron entendiendo que las historietas eran una lectura valida como cualquiera y que, más aún, constituía el primer paso seguro sobre el cual construir un hábito de lectura. Recordando esos cómics de la infancia y la adolescencia, además del consabido Condorito, de la revista semanal Los Monos, del periódico El Espectador, de historietas menos gratas de recordar y cargadas de una nostalgia trasnochada como Kalimán o Memín Pingüín, de los personajes de Disney editados en formato de cómic y los ya manidos superhéroes gringos, con Superman y Batman a la cabeza, me he encontrado con una curiosidad que casi había olvidado: Bazooka Joe.

Curiosidad para un ambiente como el nuestro, tan falto siempre de una cultura de la historieta, pero común en Norteamérica, que es donde se edita Bazooka Joe. Curiosidad también porque éste es un cómic que sale en un chicle. Se trata de un papelito de historieta, editado a color, de menudas dimensiones: 4 x 6 cms, que aparece en las envolturas de las gomas de mascar Bazooka. El cómic ha estado apareciendo en la envolturas del chicle desde la década de 1950 y ahora es todo un distintivo y una tradición para la marca, pero en Colombia la goma de mascar, y su consabido cómic que se titulaba Bazooca Joe y su pandilla, empezó a parecer por allá en la primera mitad de los ochenta y, para los niños de ese entonces, el verdadero atractivo de la goma de mascar era precisamente el papelito de historieta que traía, porque el chicle casi no se podía masticar por su dureza (competía incluso en solidez con el chicle “Bomba” de las Industrias Alimenticias Noel), además de su extraño sabor que en ciertos momentos parecía de tutti frutti y en otros simplemente sabía a “chicle”.

La historieta aún sigue siendo editada en los Estados Unidos, a través de cinco décadas ha cambiado mucho el aspecto de sus personajes, pero conserva más o menos el mismo espíritu: un cómic sencillo, porque no se puede decir mucho, ni dibujar de manera virtuosa en un papelito de obsequio y con un tamaño aproximado de 4 x 6 cms, conservando casi siempre el mismo reparto de personajes, entre los que se destaca Bazooka Joe, un niño con gorra y un extraño parche en un ojo, y Mort o Mortimer que en las últimas versiones dibujadas se cubre la boca con el cuello de tortuga de su suéter, acompañados de un sinnúmero de personajes que aparecen y desaparecen dependiendo de la historieta de turno o de la década en que fue dibujado el cómic. La historieta tiene un contenido muy elemental pues se trata de narrar pequeños chistes, que es su mayoría no dan risa, usando tres o cuatro viñetas; típica narración de situaciones, sin ninguna continuidad entre entregas y cuyos únicos elementos unificadores son la fisonomía de los personajes, el formato en que se presenta y su asociación inseparable con el chicle Bazooka.

Podríamos decir que Bazooka Joe y su pandilla es una especie de Condorito, pero sin el consabido plop!, con menos chistes buenos, en un formato diez veces más pequeño que la revista habitual del personaje emplumado y mucho más baja en la calidad de edición. Entonces, ¿cuál es el atractivo de Bazooka Joe? Precisamente el hecho de ser una miniatura en cómic que viene como regalo en un chicle –aunque habría que aclarar de una vez que dada la calidad de la goma de mascar, en realidad, no se sabe qué es lo que realmente regalan: el cómic por el chicle o el chicle por el cómic–. Esa curiosidad y el hecho de tener más de cincuenta años de historia hacen de Bazooka Joe y su pandilla una pequeña pieza representativa de la cultura popular norteamericana de la segunda mitad del siglo XX. Pieza que tuvimos en Colombia durante gran parte de la década de los ochenta para luego desaparecer, en el mercado nacional, de igual forma como había aparecido.

Álvaro Vélez (truchafrita).
Originalmente en la Revista Universidad de Antioquia (2006).

viernes, 3 de julio de 2020

El gran Vázquez

Editorial Bruguera era, a mediados del siglo pasado, una factoría de historietas que se hacían en un proceso similar al industrial. Era necesario cumplir a cabalidad con los tiempos de entregas, para las diferentes publicaciones que manejaba la Editorial. Los dibujantes por lo tanto estaban siempre en una continua labor, en los escritorios de las oficinas de Bruguera, en profunda concentración con su trabajo, pues las distracciones eran vistas como un grave obstáculo a la dinámica de producción de una editorial que no podía darse el lujo de frenar sus múltiples publicaciones.

Pero en toda organización hay elementos que obstaculizan el buen desempeño. O, mejor dicho, individuos que no están dispuestos a seguir el camino de los demás, por el sólo argumento de la prosperidad de la empresa colectiva. En las oficinas de Editorial Bruguera, por allá en los años cincuenta y sesenta, había un “agente” disociador: Manuel Vázquez (Madrid, 1930 - Barcelona, 1995).

 

Es indudable que Manuel Vázquez era el más brillante de los dibujantes de cómics, dentro de la empresa editorial, por lo menos hasta la llegada de Francisco Ibáñez (creador de los famosos detectives Mortadelo Y Filemón) quien por su disciplina y productividad terminó destronando a Vázquez como el mejor de Bruguera. Pero también sería el mismo Manuel Vázquez quien se encargaría de acabar con su propia reputación. A pesar de sus exitosos personajes, como La familia Cebolleta, Las hermanas Gilda o Anacleto, agente secreto, su propia vida parecía eclipsar su excelencia creativa. Vázquez era un moroso empedernido, al parecer nunca logró llegar a fin de mes, y sus cuentas se elevaban cada vez más (sobre todo con el servicio de sastres) lo que propició una serie de engaños en la Editorial: un permiso, y un adelanto, por la falsa muerte de su padre; entregas de historietas con chistes repetidos en ediciones anteriores; páginas de historietas sin terminar; promesas de entregar trabajo con pagos adelantados (obviamente el trabajo nunca llegaba).
 
Pero la vida de Manuel Vázquez no para ahí, se trata de un excelente dibujante, el mejor de su generación, pero también de un autentico caradura, un pillo, un vividor de tiempo completo. Con tal de poder cobrar y salir de la asfixiante atmosfera fabril de Bruguera, Vázquez hacía hasta lo imposible. Pero igualmente es verdad que, en cierto sentido, este dibujante estrella y rufián al mismo tiempo, contribuyó a que las condiciones en el trabajo de los dibujantes de historietas en España fuera de un poco más de respeto. Es interesante escuchar al propio Vázquez sobre cómo era el entorno laboral, por aquel entonces, en la Editorial Bruguera:

Éramos como los esclavos de galeras, pegados al tablero de dibujo sin parar de dibujar. Controlándolo todo estaba el inefable señor González. El señor Bruguera iba de respetable burgués catalán y no se rebajaba a tratarse con la chusma que tenía a sus órdenes. Así que buscó un capataz de confianza, que era el amigo González. Este González, era, pues, una especie de Robespierre, de Rasputín que lo controlaba todo y que ejercía de padre de todos nosotros. A veces iba de benévolo, a veces pegaba alguna que otra bronca...

Puede pensarse entonces que Manuel Vázquez era, además o a pesar de pillo, un transgresor de la norma, de las duras condiciones laborales de la Editorial. Aunque no se puede negar que Vázquez se tomaba la vida de manera  muy relajada y sin vergüenza. No sólo fue dibujante sino también proxeneta, pues tuvo una casa de prostitución en Madrid (en la calle Ayala, según cuenta él mismo), se caso varias veces, tuvo 11 hijos e ingreso a la cárcel en tres ocasiones (una de ellas por bigamia). Manuel Vázquez parece ser un tipo que no se las dio de media tinta, además de una vida licenciosa está el testimonio de sus innumerables páginas de cómics, en especial las de su personaje de El tío Vázquez, una historieta basada en sus propias correrías, picarescas y fechorías.
 
En 2010 se estrenó en España la película El gran Vázquez (dirigida por Óscar Aibar), que muestra, a manera de una tragicomedia o la estilo de la picaresca cinematográfica, parte de la vida de este dibujante –quién es protagonizado por el reconocido  actor Santiago Segura–, sobre todo de sus engaños al servicio de sastres y conserjes, y sus trucos para evadir el trabajo. Pero también, gran parte del testimonio de este hombre que vivió engañando, para escapar de las ataduras de la vida laboral, está contenido en sus páginas de historietas, obras cargadas de dinamismo, muchas de ellas con un dibujo y una narración para el público infantil, pero que guardan entre sus viñetas las peripecias de un pillín, de un niño grande como Manuel Vázquez.

Álvaro Vélez (truchafrita).
Originalmente en la Revista Universidad de Antioquia (2011).

lunes, 8 de junio de 2020

Los marxistas también leen cómics


Es sabido que el cómic moderno nació como un elemento puramente mercantil, a partir de la rivalidad de dos magnates de la prensa neuyorkina, Joseph Pulitzer (propietario del New York World) y William Randolf Hearst (propietario del New York Journal). La primera historieta moderna, The Yellow Kid (R. F. Outcault, 1896), fue el ejemplo perfecto de un producto artístico que se convertía en un objeto mercantil y para el consumo de las masas. La historieta moderna, naciendo y creciendo en un ambiente capitalista no podría desprenderse tan fácilmente de éste y a terminado, en muchas ocasiones, sirviendo directamente a sus intereses.

Reflexiones como estas son las que nos ofrece un libro muy particular titulado Ensayos marxistas sobre los cómics. Quizás para el neófito en asuntos de la narración dibujada el libro parezca demasiado pretencioso, por aquello de querer analizar, bajo la óptica de los postulados de Carlos Marx, una serie de anodinos productos, de basura cultural para las masas. Mientras que para otros, el ver algunas historietas como tema de análisis para comprender los engranajes de un sistema como el capitalista, el tema parezca de lo más obvio. Así que con Ensayos marxistas sobre los cómics la opinión puede ser, en gran medida, dividida pues se trata de un libro que, a pesar de algunos aciertos, tiene un molesto tufillo de lo que podríamos llamar mamertismo, conservando los “dogmas” de la teoría marxista y traspolandolos a un tema como el de los cómics.


En términos formales Ensayos marxistas sobre los cómics es un libro que parece ser editado de manera pirata (bueno, no hay un sello editorial que lo respalde) y, aunque no aparece la fecha de edición, se puede presumir que fue impreso por allá en la década de los setenta –cuando el marxismo caló de lleno en las juventudes universitarias de Latinoamérica–. El libro se divide en varios ensayos de diferentes autores: Comics y relaciones mercantiles, escrito por Jorge Vergara, que analiza el cómic, desde su nacimiento hasta nuestros días (presente de la edición del libro), como producto del capitalismo, como mercancía y propaganda al servicio del sistema capitalista, pero también destacando el enorme poder de penetración de los cómics en la cultura popular, en este caso particular de la latinoamericana; Walt Disney y la pedagogía reaccionaria, escrito por Fernando Pérez, es un ensayo que desde el titulo nos advierte su contenido, se trata de un texto que desenmascara las oscuras pretensiones de Disney, el carácter propagandístico de todas sus creaciones y su indiscutible talante de gran corporación al servicio del capitalismo:

“La fabula defiende una moral instituida y esa moral salvaguarda los intereses del sistema, elevándolo al rango de fetiches universales. El papel cultural y social desempeñado por Walt Disney tiene su definición en el propósito moral que tan inimaginablemente ha dosificado en su innumerable cadena de producción.” (pág 64).

Rene Rebetez arremete contra Batman y otros supehéroes en su ensayo El cómic, un sobornado testigo de la época, además que hace una reflexión acerca de por qué la historieta penetra más fácilmente en la cultura popular que otro tipo de manifestaciones artísticas, al mismo tiempo que se pregunta por un supuesto cómic precolombino y finaliza con una pequeña alusión a los cómics del futuro (en este caso habla de Jodelle, el cómic sicodélico de Guy Pellaert y Barbarella, de Jean-Claude Forrest), que están lejos del imperialismo impuesto por las “estupidizantes” historietas norteamericanas. En La industria cultural: cuestiones semiológicas, Ludolfo Paramio analiza aspectos de fondo dentro de esta tendida reflexión sobre los cómics, su papel dentro de la cultura popular y  su poder de penetración; y en el último ensayo titulado El cómic de la miseria o la miseria del cómic, Carlos Montalvo añade el color local hablando de la casi inexistente historieta colombiana y centra su visión en la historieta del gamín Copetín, de Ernesto Franco:

“Copetín y su “gallada” son el subproducto de un sistema social basado en la expoliación sistematica de grandes sectores de la población colombiana.” (pag 102).

Aunque Ensayos marxistas sobre los cómics es un libro que conserva un discurso coherente –aunque basado en mamertismos de los seguidores de Marx de los años setenta–, no deja de tener un cierto aire de tratado al estilo del que escribiera el siquiatra Frederic Wertham, a mediados de los años cincuenta, titulado La seducción del inocente, un tratado que descalificaba de lleno todo tipo de obras en cómic aduciendo que eran un mal para la infancia y la juventud, y que a la postre fue el vaso que rebosó la copa para iniciar, en 1954, la autocensura de los cómics en Norteamérica. Pero lo que más atrae de la edición que tengo, entre mis manos, de Ensayos marxistas sobre los cómics es indiscutiblemente su portada: Tribilín, en segundo plano, disfrazado de vaquero y con un indiscutible enojo –¿Por qué? No lo sabemos– y recostado en un tío rico McPato aún más furioso y temible, pues está disfrazado de gangaster, lleva un prendedor que dice “God bless America” y tiene en sus manos una metralleta Tommy que acaba de accionar, pues aún despide humo de la boquilla. Con semejante portada se podría decir que jamás volvería a leer cómics pero, afortunadamente, el libro por dentro es mucho más inofensivo, quizás como lo fueron los mamertos de los años setenta.

Álvaro Vélez (truchafrita).
Originalmente en la Revista Universidad de Antioquia (2005).

martes, 2 de junio de 2020

Joe Matt, todo un cabrón


Pocos dibujantes de historietas generan tanta repulsión y tanta atracción a la vez. No es contradictorio, Joe Matt (Filadelfia, 1963) es un dibujante que logra plasmar en sus cómics buena parte de sus vivencias y lo hace con una desfachatez desmedida: se muestra como un egoísta, como un enfermo sexual, como un manipulador. Eso es precisamente lo fascinante de Joe Matt: que además de que cuenta muy bien sus historias en cómic es capaz de mostrar todas sus dimensiones como ser humano, y de hecho en algunos pasajes de sus historietas, en donde se excede con su comportamiento negativo, logra ganarse toda nuestra atención.

Una de esas historietas es Pobre cabrón (The Poor Bastard, editado en español por Ediciones La Cúpula, 2008), una recopilación de cómics, dibujados en la década de los noventa, que recogen parte de la vida de Joe Matt. Se trata entonces de una más de las historietas autobiográficas, que ya se han convertido en todo un género en el mundo de las narraciones dibujadas. Aunque, siendo justos, es una autobiografía muy particular, porque Joe Matt se retrata como todo un cabrón: utiliza sexualmente a su novia, discute constantemente con ella, y la explota económicamente mientras él mismo finge trabajar mucho dibujando. Siempre quiere algo mejor pero no está dispuesto a luchar por ello, y por eso piensa que el mundo está contra él.  Todo el mundo alrededor de Matt es un obstáculo para obtener la fama y la fortuna que él cree merecer; mientras tanto sueña con poseer otras mujeres y se la pasa masturbándose de manera compulsiva y tratando de conseguir un poco de amor, el mismo que él le niega a su abnegada novia.
La relación con su novia dura más de lo que uno podría imaginarse, a pesar de los abusos de Matt, y por fin termina. Para el dibujante empieza un periodo de soledad, de onanismo aún más extremo, de la búsqueda de un amor ideal que nunca llegará: una obsesión por mujeres asiáticas, que hará que pierda oportunidades con otras chicas amables y atractivas.
Eso es lo que más sorprende de Joe Matt, que sea capaz de dibujarse a él mismo en las peores circunstancias, en donde es él quien carga con toda la culpa de las malas situaciones en las que se ve involucrado. Es un niño grande egoísta, desordenado, emocionalmente caótico, en la ruina económica, sin muchas ganas de sentarse a trabajar y culpando a todo el mundo por las desgracias que él, con creces, ha provocado. Además, y para colmo, se autocompadece constantemente. Todo un pesado.
La repulsa por el personaje que Joe Matt ha creado tiene también el atractivo por el objeto mismo de la creación. El trabajo de Matt es llamativo no solo porque es capaz de narrar las historias que cuenta, sino también porque las sabe contar muy bien y además lo hace con un dibujo que recuerda un poco esas historietas underground de las década de los sesenta (con Robert Crumb a la cabeza. Quien, de hecho, es amigo de Joe Matt); y es porque Matt, al igual que Chester Brown o Seth, es heredero directo de los padres del cómic de los años sesenta, no solo por el asunto estético sino, sobre todo, por los temas que tratan en sus historietas, con los que tienen la libertad de contar todo lo que les viene en gana.

Hay una particularidad interesante en Pobre cabrón, un asunto que también se puede ver en algunas obras de Chester Brown y Seth: la amistad de estos tres dibujantes. En Pagando por ello (Ediciones La Cúpula, 2011), el libro de Chester Brown sobre la prostitución en Toronto (Canadá), podemos apreciar unos pasajes en donde Brown se reúne en un café con Seth y Joe Matt, y los tres hablan de sus asuntos en general y del tema del libro de Chester Brown en particular, como amigos y colegas. Esto sucede también en el libro La vida es buena si no te rindes (Editorial Sins Entido, 2009), de Seth, quien comparte charlas con Brown y Matt. En Pobre cabrón, Seth y Chester Brown recriminan constantemente a Matt por su vida licenciosa y egoísta, en la pizzería o en el café tratan de alentarlo para que consiga una novia a su alcance, para que organice sus finanzas, para que deje un poco su egoísmo. Es grato encontrar en los tres libros conversaciones, discusiones y ratos de café de los tres amigos y colegas dibujantes, en la ciudad de Toronto.

Lo que no es muy grato es el personaje de sí mismo que se ha creado Joe Matt: simplemente un perdedor. Y como tal no tendrá redención, por eso lo vemos en las últimas páginas de Pobre cabrón comiendo espaguetis en la cama y presto a ver un video, en VHS, titulado “Koños en Kimono”. Quizá esa repulsa es porque, en ciertos aspectos, nos sentimos identificados con él y no lo queremos reconocer. Quizá el atractivo radique en que nos gusta enterarnos de que alguien vive en peores condiciones que nosotros, o que simplemente “yo vivo mejor que él”. Sin embargo, no hay que olvidar que, a pesar de ser una autobiografía, ahí también hay un montón de ficción.
Álvaro Vélez (truchafrita).
Originalmente en la Revista Universidad de Antioquia (2013).


miércoles, 27 de mayo de 2020

Un cómic español en el ocaso del franquismo


Andreu Pujol es un dibujante de historietas que hace episodios bélicos para una revista inglesa; es un tipo organizado, metódico, pulcro y muy cumplidor de su trabajo. Pujol no bebe, no fuma, tiene poco sexo y está dedicado, casi por completo, a su oficio de dibujante, que realiza en una agencia de cómics en Barcelona. Justamente en dicha agencia Pujol trabaja junto con sus coleguillas que, a diferencia de él, son desordenados, perezosos, fiesteros y siempre dejan el trabajo para el final, por eso mismo, en los últimos días del mes trabajan hasta en las noches para recuperar el tiempo que han perdido, por holgazanería, en las tres primeras semanas. Un día Pujol informa a sus colegas que trabajará durante unas noches en la agencia y, ante la sorpresa de todos, que lo creen organizado y meticuloso con el trabajo (nunca se atrasa), nuestro ecuánime dibujante afirma que, dado que es el mes de febrero, y éste tiene menos días, quiere aprovechar un par de noches para no bajar su cuota de una plancha de cómics por día. Pero Pujol, no sabe que sus colegas se la pasan de juerga y esa primera noche, en que se encuentra trabajando, uno de sus compañeros llega a la agencia con tres mujeres y chorros de alcohol. Inmediatamente se sueltan los lápices y empieza la fiesta pero Pujol sigue en su mesa dibujando, aunque no le durará mucho porque una de las chicas no tardará en seducirlo, en principio dándole de beber y después al sofá de la oficina del jefe para beber de otras mieles. Pujol bebe, se echa su polvete y vuelve a donde sus colegas Pablo y Adolfo, a brindar, a seguir celebrando porque según él eran amigos “a los que hasta hoy no había sabido apreciar”.

Al día siguiente, en la agencia, todos creen que Pujol se ha regenerado, que se ha pasado al bando de los que viven y disfrutan de la vida, al bando de ellos al fin y al cabo, pero el asunto parece no cambiar, pues aunque Andreu Pujol llega un poco más tarde que de costumbre, lo hace quejándose y echándole la culpa a sus colegas, por obligarlo a beber, bailar y tener sexo, y, ante la sorpresa de todos se sienta en su mesa con la firme intención de terminar esa plancha de cómics, que ayer en la noche no pudo concluir y que le hizo dañar su record personal. Son gajes del oficio se dirán, quizás, Adolfo y Pablo mientras se miran el uno al otro en la viñeta final de esta corta historia entre colegas de una agencia de cómics.
De historias similares está plagado Los Profesionales, un cómic del español Carlos Giménez, que nos sitúa en una agencia de historietas en Barcelona, justo en las postrimerías del franquismo. Pero esta obra de Giménez, aunque enmarcada en los años de la dictadura española, no es para nada adusta, todo lo contrario, pues Los Profesionales es una novela gráfica (si es que se le puede llamar así a la recopilación de historietas cortas en cinco volúmenes) cargada de humor, de muchas chanzas, con un alto contenido nostálgico y también como una fotografía completa de aquellos tiempos.

En la agencia de historietas –propiedad de Josef Toutain, editor español– trabajan una gran cantidad de dibujantes encargados de hacer cómics convencionales para publicaciones europeas. Se trata de un trabajo en serie, de obras del cómic mainstream, obras del montón: historietas de vaqueros, ciencia ficción, bélicos, de romance, etc, que quizás no tienen ningún valor artístico, es un trabajo como cualquier otro. Lo que si no es como otras cosas es el ambiente de la misma agencia, en donde nadie parece trabajar –bueno, con excepción de Andreu Pujol–, todos están dispuestos a jugarse bromas entre sí, a jugárselas incluso al jefe, a fumar, a tomar Coca Cola, a hablar de mujeres y a juerguear y beber en la agencia por las noches.
Casi todos los días del mes son así, salvo la última semana cuando todo el mundo se pone manos a la obra para poder entregar los encargos. En ese momento las buenas intenciones que algunos aún tenían de hacer un buen cómic se van al traste porque en medio del afán se copian, se calcan o se hacen los dibujos chapuceros para poder cumplir con la entrega. Así que Los Profesionales no es una obra sobre el oficio de hacer cómics, sino sobre la forma en que se puede ganar dinero sin trabajar y además pasarla de lo lindo entre amigotes, cigarrillos, trago y conversación. La obra de Giménez va a llevar todas esas situaciones hasta el humor, cada personaje tiene su propia forma de ser, acompañada, como es usual en este tipo de narraciones, de una larga colección de manías y tics que son el motor de las historias contadas en Los Profesionales. Esta es –ya lo habrá intuido el lector– una obra autobiográfica. Carlos Giménez se retrata a sí mismo y a sus colegas en esos años azarosos cuando comenzaba a ejercer su profesión de dibujante de historietas. Aunque con nombres ficticios en la obra se pueden también distinguir, gracias al mismo dibujo de Giménez y a sus declaraciones sobre Los Profesionales, algunos de sus compañeros en la agencia. Giménez, antes de narrar estas historias, buscó, como nos cuenta a continuación, a sus antiguos colegas para refrescar la memoria:

Antes de empezar a escribir los guiones de Los Profesionales, preparé en mi estudio de Premiá de Mar una mesa con una botella de whisky, vasos y un magnetofón e invité a sentarse alrededor de ella a un grupo de colegas amigos.
Acudieron Adolfo Usero, José González, José María Bea, Luis García, Víctor Ramos y Alfonso Font. Les pedí que recordaran en voz alta cómo eran y éramos los personajes que, allá por los años sesenta, llenábamos las editoriales y agencias de dibujantes de Barcelona. Durante cerca de tres horas estuvimos grabando en el magnetofón anécdotas de la profesión, situaciones propias y ajenas de toda aquella lejana y extraña época. Recuerdo que terminamos con las mandíbulas desencajadas de tanto reír. Todos aquellos datos que quedaron en la cinta magnetofónica fueron una ayuda impagable a la hora de escribir los guiones de Los Profesionales.
Pero Los Profesionales no es sólo una recopilación de anécdotas del mundillo de los cómics. Lo que hace también interesante esta obra de Giménez, y casi todas sus obras, es que logra situarla en un contexto claro, en un momento preciso, en donde el autor no tiene la necesidad de contar las cosas más que con dibujos para hacernos saber qué se siente, qué se respira, qué hay en la atmósfera en ese momento. En muchas ocasiones Pablo, su alter ego en Los Profesionales, camina por la Rambla y sin hablar mira. Lo mira todo: unos falangistas van Rambla abajo, unos curas que pasan a su lado, una monja lo observa de manera desdeñosa, unas chicas en plena euforia sesentera le coquetean al pasar, una señora camina con los paquetes de compras seguida por un niño que debe ser su hijo, un grupo de ancianos jubilados que huelen a republicanos derrotados, un guardia civil mira a todos con desconfianza y un par de hippies juegan a la Norteamérica en el país de Franco y la Iglesia Católica. Toda España está en Los Profesionales, con un fondo del humor que nos hace llegar a la carcajada, de las ocurrencias en una agencia de vagos. También se nota en la persona de Pablo, esa profunda desazón, esas ganas de comerse el mundo y no poder hacerlo, esa necesidad de liberarse de un yugo que parece no existir, ese constreñimiento de la España en el ocaso del franquismo.

Álvaro Vélez (truchafrita).
Originalmente en la Revista Universidad de Antioquia (2008).

jueves, 21 de mayo de 2020

Trabajando en pijama


Paco Roca ha logrado el sueño de su vida, ha conseguido trabajar dibujando historietas en casa. Así que ya no tendrá que sufrir más con los trancones del tráfico, las salidas apresuradas hacia la oficina, las incomodidades de trasladarse de su casa a su sitio de trabajo y, lo que es mejor, podrá trabajar en pijama.

Memorias de un hombre en Pijama (Astiberri Ediciones, 2011), de Paco Roca, es una recopilación de historietas publicadas en el diario español Las Provincias. Se trata de una serie de relatos autobiográficos en donde su autor nos sitúa en lo que podríamos llamar las aventuras de un cuarentón de la segunda década del siglo, en una España sumergida en recesión económica y con la particularidad de que ese protagonista trabaja todo el día en casa, en pijama, dibujando historietas.


Esta serie de historietas centran su atención, principalmente, en reflexiones acerca de la vida en pareja, el propio autor que vive con su novia, los amigos casados y con hijos o los que prefieren permanecer solteros y en vibrante actividad de cortejo, cada noche de bar. Pero Roca también examina su vida desde la perspectiva misma de su trabajo, de sus cuarenta y tantos años y su particular visión del mundo, de la comodidad que le permite el trabajar todo el día en casa, de sus viajes de gira por España y por algunos países de Europa, además de reflexiones sobre la vida cotidiana, de las situaciones que le suceden a un hombre típico de su edad.
De las cenas y charlas con amigos, con antiguos compañeros de colegio o con las amigas de su novia, surgen reflexiones y situaciones que Roca dibuja en sus cómics.  Memorias de un hombre en pijama es entonces un sencillo recorrido por la vida reciente de su autor, lo interesante de la obra es cómo logra hacer atractivos unos acontecimientos que, en general, parecen anodinos, sin importancia.

Paco Roca es un autor que se ha dado a conocer en los últimos años dentro del panorama del cómic español. Una de sus primeras y sonadas obras fue El juego lúgubre (Ediciones La Cúpula, 2001), una historia sórdida en donde Salvador Dalí y sus manías tienen un papel protagónico. Pero el reconocimiento le llegaría con Arrugas (Astiberri Ediciones, 2008), un cómic donde el autor indaga sobre la vejez y, en particular, sobre el mal de Alzheimer y que le mereció, en 2008, el Premio Nacional del Cómic, en España, además fue llevado al cine y gracias a eso Roca recibió, este año (2015), el premio Goya al mejor guión. Dos años después editaría una historieta que recoge una anécdota de la década de los cincuenta en España: la creación y rápida caída del proyecto personal de varios dibujantes independientes, la revista Tío Vivo[1], historia de un fracaso que está consignada en El invierno del dibujante (Astiberri Ediciones, 2010).

Con Memorias de un hombre en pijama Paco Roca se muestra menos ambicioso que en Arrugas o en El invierno del dibujante; sin embargo, parece también más cercano al lector, más sencillo quizás, gracias a que se trata de una autobiografía y a que lo que estamos leyendo es parte de su vida cotidiana. El dibujo de Roca en Memorias de un hombre en pijama muestra la misma calidez, cercanía y maestría de siempre, a medio camino entre el retrato realista y la caricatura, sus trazos recuerdan, en algunos pasajes, a los autores norteamericanos Beto y Jaime Hernández (Love and Rockets). Una paleta de colores que aprovecha mucho los tonos tierras y cálidos con algunos pocos colores fríos completan el trabajo de gran calidad.
La serie de Memorias de un hombre en pijama, para el diario Las Provincias, termina abruptamente después de unos años de publicación; es el mismo autor quien decide terminarla –“por un rato”, según él mismo– aduciendo falta de inspiración, agotamiento de los temas y buscando un poco de espacio, pues siente que todo el tiempo está trabajando. Aunque es cierto que todo el tiempo trabaja, él mismo parece justificarse al afirmar que lo que hace es lo que le gusta y que, además, puede hacerlo sin necesidad de vestirse más que con una prenda de su colección de pijamas. Esta es una obra con grandes cualidades: franca, natural y cercana, a pesar de poder ser considerada como “menor”.



[1] En 1957, un grupo de dibujantes de Bruguera llamados los cinco grandes: Josep Escobar, Conti, Cifré, Peñarroya y Eugenio Giner, deciden abandonar la editorial catalana y fundar su propia revista: Tío Vivo. La aventura dura dos años y los dibujantes tienen que volver a Bruguera. Años después la editorial publicaría su propia versión de la revista Tío Vivo.

Álvaro Vélez (truchafrita).
Originalmente en la Revista Universidad de Antioquia (2015).


lunes, 18 de mayo de 2020

El meticuloso Chris Ware


“Mis cómics se leen en veinte minutos, pero me cuesta cinco años fabricarlos”. Con esta frase Adrian Tomine, dibujante de cómics norteamericano, resume la dificultad que conlleva la creación de historietas. Crear una historia en cómic es un trabajo que requiere de tiempo y paciencia, además del talento y pericia del autor. Se trata de dibujar cuadro por cuadro, una escena completa, que tan sólo será una parte de toda la narración. Cada viñeta, cada cuadro, de una buena historieta es ya, de por sí, una unidad dotada de significado y, al mismo tiempo, toda una escena, un ambiente, la descripción de un instante de tiempo que narra el cómic en cuestión. Muchos dibujantes de cómics hacen especial énfasis en el dibujo, en la destreza con el lápiz y el papel. De esos dibujantes sobresalen algunos por su enorme talento a la hora de crear, con líneas y curvas, a partir de la nada. Uno de esos grandes creadores de historietas es Chris Ware (EEUU, 1967).

 

Franklin Christenson Ware siempre ha sorprendido por la pasmosa meticulosidad a la hora de dibujar sus maravillosos cómics. Desde la impresionante serie The Acme Novelty Library (editados por Fantagraphics Books), que cuenta ya con 19 entregas, hasta su novela gráfica Jimmy Corrigan, The Smartest Kid on Earth (publicado en español por Planeta de Agostini). Con un dibujo impecable, en donde sobresalen los decorados interiores y la arquitectura de finales del siglo XIX, como en el caso de la Feria Mundial de Chicago, celebrada en 1893; algo del art Nouveau y de la arquitectura del art Deco; hasta el llamado estilo internacional, a partir de la segunda mitad del siglo XX. Chris Ware hace de sus cómics todo un despliegue de pericia cuando dibuja escenarios amplios, planos generales de un parque, un pueblo o una ciudad.

Pero no contento con detallar al dedillo escenarios y arquitecturas Ware centra su atención también en la rotulación. En un mundo cada vez más dominado por los procesos digitales, en donde es posible para muchos creadores, ahorrar algo de tiempo acogiéndose a algunas ayudas de su computador personal, Ware niega el avance y hace uso, una vez más de sus reglas y su lápiz pues no sólo escribe a mano los textos de los globos de cada cómic suyo (como antaño, o como aún en estos tiempos se puede ver en muchos autores), sino que también dibuja los títulos y presentaciones de cada obra, con bellas fuentes ornamentadas, otra vez inspirado en el estilo Nouveau y Deco.


En la serie de televisión titulada “Comix”, del canal de televisión francés Arte, Chris Ware es entrevistado desde su casa en Oak Park (Illinois, EEUU), donde tiene también su estudio. En su casa el autor muestra parte de su trabajo, en originales de medio pliego de papel (planchas de un tamaño descomunal, unos 70 x 50 cms aproximadamente), un tamaño que le permite trabajar muy meticulosamente en los detalles de algunas de sus viñetas. Mientras rotula en tinta Ware explica a los televidentes que todo lo hace a mano, toda su obra prescinde del proceso digital (a excepción, claro está, de la coloración, a la hora de imprimir en el proceso editorial).


A propósito del proceso editorial, ese es otro aspecto que sorprende de las obras de Chis Ware. Las publicaciones de este autor son de una calidad pasmosa. Son obras bellamente editadas, algunas con lomos en tela, con cubiertas duras o imitando el cuero, los decorados de sus carátulas sorprenden por los estilizados diseños, a veces con tintas plateadas o doradas. En las obras de Chris Ware se encuentra también ese cuidado en crear un libro que además de contener una bella obra sea en sí mismo, como objeto, una obra de arte.

Todas esas cualidades estéticas serían suficientes para situar a Chris Ware como uno de los autores de cómic más relevantes de la actualidad. Sin embargo, el increíble talento de este dibujante no para ahí pues Ware además de estar muy pendiente en las bellas imágenes que crea también está muy atento en la forma en que narra las historias en sus cómics. Ware es un revolucionario a la hora de narrar: en la serie The Acme Novelty Library usa una enorme cantidad de recursos narrativos, que son innovadores, como el uso de múltiples cámaras, de esa forma podemos ver un situación repetida desde varios puntos de vista; la deconstrucción de un instante en una serie de pequeñas viñetas, eso es lo que se llama montaje analítico (creado por el italiano Guido Crepax, por allá en la década de los setenta), un segundo descomprimido en toda una página gracias a una serie de pequeñas viñetas crea sensaciones de tensión o de calma dependiendo de la intención de autor; exagerados acercamientos a objetos, con un zoom vertiginoso; cortes abruptos de la narración (como en el caso de  Jimmy Corrigan, The Smartest Kid on Earth) para pasar a un supuesto cambio de tercio: invitación a los lectores a construir un kinetoscopio, un robot de papel o una maqueta de la casa donde vivía en abuelo de Jimmy Corrigan, un cambio que no supone tal, que lo que logra es precisamente reforzar lo que se está contando; o la ya clásicas escenas de una apartamento o una casa, dibujadas por Ware, con un corte transversal en donde podemos ver el interior de la construcción con sus habitantes y como éstos interactúan con el espacio interior y con los objetos que allí se encuentran.


Esos recursos narrativos Ware los incorpora a la narración con una estética impecable, pero todo al servicio de lo que esta narrando. Algunas de sus historias tienen un alto contenido autobiográfico, pero sea que esté contando a partir de experiencias propias o no, las historias de Ware siempre tiene un pie en el presente y otro en el pasado, además poseen un alto grado de intimidad y de melancolía, una especie de apatía por el mundo, por un tiempo que quizás el autor note se decanta en la mediocridad o en el vacío. Quizás esa apatía surja de esa mediocridad que siente en el mundo, y quizás también la meticulosidad de Ware tenga su motor en ese asunto: acabar un poco con la pequeñez de este mundo rompiéndose la espalda para crear una hermosa obra en todos sus aspectos.

Álvaro Vélez (Truchafrita).
Originalmente en la Revista Universidad de Antioquia (2009).

martes, 12 de mayo de 2020

El Víbora, crónica de una muerte anunciada


Makoki, Makoki, Makoki es cojonudo, el enemigo público número uno… Así cantaba la banda Paraíso por allá en los ochenta en España, a propósito de la historieta “Makoki” que publicaban Gallardo y Mediavilla en la revista El Víbora y que luego pasó a tener su propio fanzine. Paraíso fue una disidencia de la banda punk Kaka de Luxe, en donde tocaba la guitarra Alaska –quien luego conformaría Alaska y los Pegamoides, Alaska y Dinarama y finalmente Fangoria–. Alaska actuó en la primera película de Pedro Almodóvar Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980). Almodóvar, antes de ser el director que ahora recibe estatuillas de Oscar, jugueteó con el travestismo en puestas musicales junto al cantante McNamara y también figuró en una retorcida fotonovela para una de las primeras ediciones de El Víbora. Almodóvar también se valió de Ceesepe, andrógino ilustrador e historietista, para elaborar los afiches de sus primeras películas. Ceesepe además publicó parte de sus ilustraciones y cómics en El Víbora.


Una simple cadena de relaciones como esta nos da una idea de lo que se llamó la movida madrileña, en la España de los años ochenta. Y este elemental ejercicio es traído a colación a propósito del fin de la revista de cómics El Víbora, una de las muchas publicaciones que surgieron en la época del llamado boom del comic español (1975-1984) y la única que, hasta el año 2004, permaneció como el último estandarte de los cómics de la transición.
El cómic para adultos surgió en España a partir del fin de la era franquista. El destape político, social y sexual no sólo se vivió en la literatura, el cine, la música y la televisión ibérica sino que también cobró vida en una serie de publicaciones como Star, Comix Internacional, Cimoc, 1984, Tótem, Rambla, Cairo y El Víbora, entre otras. La mayoría de estas revistas tuvieron una vida más o menos efímera siendo El Víbora la de más larga trayectoria.


El Víbora nació en 1979, en plena eclosión del comic para adultos en España. Joseph Toutain dio sostén económico a Josep Maria Berenguer para crear una revista al margen de la editorial Toutain –que ya editaba 1984, una revista de comics con énfasis en ciencia ficción–. El Víbora comenzó y se mantuvo como una alternativa underground, buscando nuevos caminos dentro del cómic y manifestando principios claros de independencia frente al ambiente político y social del momento, como lo declararon sus creadores en la editorial del primer número: No tenemos ideologías, no tenemos moral, no tenemos más que ganas de dibujar un tebeo para ti. Rápidamente la revista ganó un puesto en el competido mercado de la historieta española y se afianzó como una propuesta diferente en oposición a otras publicaciones con contenidos estéticos más elaborados –o por lo menos más concretos–. Impuso la llamada línea chunga en contraposición a la línea clara de la revista Cairo, herederos y seguidores de “Tintin”, del belga Hergé.
La línea chunga no sólo se refería a un tópico estético sino también de contenido: el sexo, las drogas, la inestabilidad social… En definitiva, temas antes vedados y censurados por el franquismo que en las páginas de El Víbora cobraron vida de la mano de autores como Max, con personajes como “Gustavo” o el rebelde “Peter Pank”; Nazario, con su inconfundible transexual “Anarcoma”, en medio de truculencias detectivescas y orgías homosexuales; los ya citados Gallardo y Mediavilla con “Makoki”, el tebeo underground por antonomasia; Martí con sus historietas de “Taxista”, en clave de serie negra o Pamies con su detective “Roberto el Carca” quien, entre sus muchas aventuras, resuelve conflictos en Bolimbia, un país entre Bolivia y Colombia. También colaboraban autores extranjeros como Robert Crumb, Gilbert Shelton y Spain, de la cantera del underground sesentero norteamericano; Tatsumi, con su manga melancólico; Charles Burns y sus asombrosas historietas influenciadas por la estética de terror de los años cincuenta; Tanino Liberatore y su androide “Ranxerox” o incluso los sesudos e intelectuales Muñoz y Sampayo, creadores de esa gran historieta “Alack Sinner”.


Como es lógico, una publicación no puede mantener una personalidad tan arrolladora durante mucho tiempo y lo que en los ochenta era avasallador, en los noventa se fue degenerando hasta que El Víbora se convirtió en una revista más. De cuarenta mil ejemplares, vendidos mensualmente en los ochenta, se pasó a seis mil en estos últimos años y la publicación se hizo insostenible. En marzo de 2004 El Víbora anunció, en sus páginas, su propia muerte y como un último llamado a sus dolientes alentó a periodistas, editores, autores y lectores a salvar la publicación. Sin embargo, en diciembre del 2004 El Víbora finalmente murió, desapareció aquella fabulosa revista que mantuvo, como rezaba su eslogan, durante veinticinco años de historia y 300 número editados, un comix para supervivientes.

Álvaro Vélez (Truchafrita).
Originalmente en la Revista Universidad de Antioquia (2006).