Antes de los once o doce años el mundo de todo niño –o por
lo menos de algunos niños– es más respirable, más amable y más calido. ¿Qué
rompe aquella espléndida armonía? Las niñas. Ellas llegan como sin querer las
cosas y los niños, que anteriormente no queríamos sus “cosas”, somos
arrastrados hacia su universo en donde es fácil caer en laberintos emocionales.
La primera perdida de la inocencia –porque no hay una sola, sino que son
muchas–, es empezar a comprender que los hombres somos esclavos de los
designios y caprichos de, en principio, una niña de diez u once años que nos
tira del brazo para que juguemos al papá y la mamá, entre muñecas, tasitas y
platicos de plástico, alimentos y roles imaginarios, como preludio de lo que
nos deparará en la futura adultez: llevar el dinero a la casa, cargar, jugar y,
en definitiva, criar a los hijos, discutir con la esposa y demostrar el amor
entre marido y mujer, con pequeños besitos furtivos, durante el juego de niños,
que luego se convertirán en piezas de extorsión durante el juego real de la
vida conyugal, en la adultez. ¿Cómo huir de tal preparación para la vida? ¿Cómo
escamotear ese aconductamiento al que somos sometidos desde niños, para el
desastre final que será vivir sufriendo por relaciones amorosas toda la vida?
Desafortunadamente no hay salida. Existen sí pequeños artilugios que, a los
hombres, nos hace pensar que estamos más allá de los dulces y, al mismo tiempo,
ponzoñosos tentáculos de una fémina, pequeñas tretas sicológicas que hacen que
nuestra vida de sumisión sea más llevadera.
Ya quisiera yo tener la respuesta apropiada, la solución
infalible contra la atracción que empieza a despertar, en algunos hombres, las
mujeres. Atracción que, como ya lo dije antes, hace que nuestra vida sea una
constante montaña rusa de pasiones. Y es este el momento, antes de continuar
con esta pequeña revelación, de aplacar los exaltados ánimos de quienes han
alcanzado a llegar hasta aquí –intuyo que he de dirigirme especialmente a las
mujeres–, de frenar al lector que está a punto de reducirme a un concepto y
decirle de una vez que mi intensión no va en contra de la mujeres, que a lo que
atiendo en este momento es a hacer evidente un aspecto que ya todos conocemos,
pero que es necesario volver a revelar, y que tiene que ver tan sólo con lograr
pequeños momentos de serenidad en nuestras atormentadas vidas. Desde mi
infancia y hasta el sol de hoy lo he tenido en frente porque, aunque algunos
piensen lo contrario, los dibujos animados también pueden dar luces a la
existencia y qué secreto a voces me viene repitiendo Tobi desde mi más temprana
edad hasta el inicio de mi adultez.
“De dónde vienes pequeña Lulú, eres toda mi felicidad”,
canta una voz masculina al inicio de la serie de dibujos animados de La
Pequeña Lulú (Little Lulu) –el estribillo con el que empieza la serie
de la década de los ochenta, inspirada en la tira creada, en 1935, por la
norteamericana Marjorie Henderson Buell (Marge) y que tuvo sus primeras
apariciones en la legendaria revista Saturday Evening Post–, y uno
sabe que es esa la primera frase que surge después de conocer a una mujer: ¿De
dónde cayó? ¿En qué momento llegaste aquí para tener la fortuna de conocerte?
Y, luego, el dulce y primer efecto del enamoramiento: “eres toda mi felicidad”.
Sabio pero engañoso inicio para presentarnos luego a una niña inteligente
(Lulú) que maneja a su antojo su propia vida y a muchos de los que están a su
alrededor, y todos sabemos que cuando una mujer tiene ese control nos enloquece
y es precisamente eso lo que le pasa a Tobi. Aún no sé, a estas alturas de mi
vida, si el gordito egoísta está enamorado de Lulú, de lo que sí estoy seguro
es que Tobi tiene una pequeña artimaña para escamotear, al menos por momentos,
la aplastante presencia de una niña como Lulú: se trata de su club, del que
sólo pueden ser miembros los niños (no sobra decir, de todas maneras, que
ninguna niña tendrá membresía), y es allí donde Lulú se desquicia por la obvia
razón de no poder controlar ese espacio, Tobi puede relajarse un rato y
respirar tranquilamente mientras la niña trata de ingeniárselas para hacerse
miembro del club de Tobi y esos intentos repetidos se convierten en el
leitmotiv de la serie de dibujos animados.
Por fin Tobi puede respirar tranquilo (al menos por un corto
tiempo), sabe que las niñas han entrado a su vida y quizás intuya que ya nunca
saldrán de sus pensamientos, las bolas de cristal, el trompo, el juego de
pelota, la cauchera, los videojuegos y las relaciones con sus amigos, ya no
serán nunca más actividades de sana competencia o desinteresado esparcimiento,
ya todo pasará por el cedazo de seducir o buscar la atención de una mujer. La
única opción para escapar del universo femenino es crear un mundillo de
fantasía en donde una manada sin hembras contribuya al fortalecimiento, así sea
momentáneo y ficticio, de los machos. Eso es el club de Tobi, eso es el billar
y las viejas heladerías, las barras de los bares o ver los partidos de fútbol
en casa de un amigo. Una vez fortalecido el macho, con su logia de pipí, podrá
estar nuevamente preparado a servir a su género opuesto, con toda la seguridad
de que ese acatamiento se hará de forma voluntaria pues la mujer nos ha
permitido, al menos por un rato, tener un club en donde las niñas no pueden
entrar.
Álvaro Vélez (truchafrita)
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