jueves, 13 de agosto de 2020

Un cómic para mascar

Leer historietas es un placer que viene de la infancia. Cuando eran niños, algunos de los más adultos, tuvieron que evadir la mirada inquisidora de padres y profesores, leer sus cómics al escondido, por desaprovechar su tiempo en lecturas poco edificantes y hasta vulgares; otros más afortunados, y con una infancia más cercana, crecimos con los cómics ya sin la celosa custodia de progenitores y educadores que, en cierta medida, fueron entendiendo que las historietas eran una lectura valida como cualquiera y que, más aún, constituía el primer paso seguro sobre el cual construir un hábito de lectura. Recordando esos cómics de la infancia y la adolescencia, además del consabido Condorito, de la revista semanal Los Monos, del periódico El Espectador, de historietas menos gratas de recordar y cargadas de una nostalgia trasnochada como Kalimán o Memín Pingüín, de los personajes de Disney editados en formato de cómic y los ya manidos superhéroes gringos, con Superman y Batman a la cabeza, me he encontrado con una curiosidad que casi había olvidado: Bazooka Joe.

Curiosidad para un ambiente como el nuestro, tan falto siempre de una cultura de la historieta, pero común en Norteamérica, que es donde se edita Bazooka Joe. Curiosidad también porque éste es un cómic que sale en un chicle. Se trata de un papelito de historieta, editado a color, de menudas dimensiones: 4 x 6 cms, que aparece en las envolturas de las gomas de mascar Bazooka. El cómic ha estado apareciendo en la envolturas del chicle desde la década de 1950 y ahora es todo un distintivo y una tradición para la marca, pero en Colombia la goma de mascar, y su consabido cómic que se titulaba Bazooca Joe y su pandilla, empezó a parecer por allá en la primera mitad de los ochenta y, para los niños de ese entonces, el verdadero atractivo de la goma de mascar era precisamente el papelito de historieta que traía, porque el chicle casi no se podía masticar por su dureza (competía incluso en solidez con el chicle “Bomba” de las Industrias Alimenticias Noel), además de su extraño sabor que en ciertos momentos parecía de tutti frutti y en otros simplemente sabía a “chicle”.

La historieta aún sigue siendo editada en los Estados Unidos, a través de cinco décadas ha cambiado mucho el aspecto de sus personajes, pero conserva más o menos el mismo espíritu: un cómic sencillo, porque no se puede decir mucho, ni dibujar de manera virtuosa en un papelito de obsequio y con un tamaño aproximado de 4 x 6 cms, conservando casi siempre el mismo reparto de personajes, entre los que se destaca Bazooka Joe, un niño con gorra y un extraño parche en un ojo, y Mort o Mortimer que en las últimas versiones dibujadas se cubre la boca con el cuello de tortuga de su suéter, acompañados de un sinnúmero de personajes que aparecen y desaparecen dependiendo de la historieta de turno o de la década en que fue dibujado el cómic. La historieta tiene un contenido muy elemental pues se trata de narrar pequeños chistes, que es su mayoría no dan risa, usando tres o cuatro viñetas; típica narración de situaciones, sin ninguna continuidad entre entregas y cuyos únicos elementos unificadores son la fisonomía de los personajes, el formato en que se presenta y su asociación inseparable con el chicle Bazooka.

Podríamos decir que Bazooka Joe y su pandilla es una especie de Condorito, pero sin el consabido plop!, con menos chistes buenos, en un formato diez veces más pequeño que la revista habitual del personaje emplumado y mucho más baja en la calidad de edición. Entonces, ¿cuál es el atractivo de Bazooka Joe? Precisamente el hecho de ser una miniatura en cómic que viene como regalo en un chicle –aunque habría que aclarar de una vez que dada la calidad de la goma de mascar, en realidad, no se sabe qué es lo que realmente regalan: el cómic por el chicle o el chicle por el cómic–. Esa curiosidad y el hecho de tener más de cincuenta años de historia hacen de Bazooka Joe y su pandilla una pequeña pieza representativa de la cultura popular norteamericana de la segunda mitad del siglo XX. Pieza que tuvimos en Colombia durante gran parte de la década de los ochenta para luego desaparecer, en el mercado nacional, de igual forma como había aparecido.

Álvaro Vélez (truchafrita).
Originalmente en la Revista Universidad de Antioquia (2006).

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